Viernes, 23 de febrero, alrededor de las 14.00 horas. Las balas entran en la UNAM. Los cadáveres de dos jóvenes riegan uno de los recintos sagrados de México, Ciudad Universitaria. Un grupo de presuntos narcomenudistas que, según las autoridades, se dedicaban a vender droga en una zona del campus atacó a otros que querían entrar en el negocio. La fiscalía investiga una riña entre pandillas. La universidad insiste en que no eran estudiantes. Pero la pistola estaba dentro del centro académico más importante del país. Los casquillos percutidos cayeron a unos metros de la salida de clases de miles de estudiantes. Y muchos alumnos y profesores se plantean si hay un lugar en el país donde no penetre la violencia. Si estudiar o dar clase sigue siendo una tarea segura en este centro.
El campus de la UNAM en la Ciudad de México —la institución académica más grande de América Latina, con unos 300.000 alumnos— fue durante muchos años una isla alejada de la sangre del narco, aunque la venta de droga dentro de sus fronteras no es un fenómeno nuevo. El narcomenudeo, según explican quienes han trabajado y estudiado ahí durante dos décadas, ha convivido con la rutina de la vida universitaria sin que los homicidios que ocasiona en el resto del país se reprodujeran dentro del recinto. Al menos hasta ahora.
El domingo pasado, dos días después del crimen, el estadio de los Pumas —el equipo de la universidad y uno de los más importantes de la liga mexicana— iniciaba el partido contra Chivas (Guadalajara) con un cartel histórico: “Fuera narcos de la UNAM”. Ese mensaje se grabó en la retina de millones de espectadores, muchos de fuera de la capital, que comprobaron cómo en México no quedaba un lugar ajeno al poder de los señores de la droga.
Aquel gesto del club de fútbol, respaldado por la rectoría de la universidad, dio inicio a una campaña en cada muro de las facultades. “No es tu amigo, es un narco”, se puede leer en algunos de los carteles colgados alrededor del campus. Y aquellos balazos, los dos jóvenes muertos y los mensajes de la institución, han reabierto un debate sobre cómo afrontar una de las mayores debilidades del campus sin que la universidad se convierta en un recinto armado.
Uno de los miedos de la comunidad universitaria y de la rectoría es que la violencia obligue a tomar medidas como el ingreso de la policía o el Ejército en el campus. La imagen de agentes armados patrullando los espacios comunes despierta los demonios de las etapas más represivas contra estudiantes del templo académico mexicano, como ocurrió en 1968 y al final de la huelga estudiantil, en el año 2000. El sistema de seguridad del centro se resume en grupos de patrullas de vigilancia, con oficiales sin pistola, y en cámaras de vídeo. Una escena poco común en el resto de la capital, que cuenta con 678 policías por cada 100.000 habitantes. Tras la balacera del 23 de febrero, el debate vuelve a estar sobre la mesa.
“La universidad es autónoma en su gobierno interno, esto no quiere decir que haya extraterritorialidad, colaboramos con la policía. Pero no creemos conveniente que ingresen los cuerpos policiacos a que se hagan cargo de la seguridad de la universidad, entre otras razones, porque no hemos visto que haya sido la solución en otras partes de la Ciudad de México”, comenta a este diario el secretario general de la casa de estudios, Leonardo Lomelí. “El campus es totalmente abierto, con todas las consecuencias que eso lleva. Además, se encuentra en un contexto urbano inseguro, lo que implica que en Ciudad Universitaria también se cometan ilícitos, entre ellos el narcomenudeo. Pese a todo, podemos decir que la seguridad es mayor de la que tenemos en buena parte de la ciudad”, agrega Lomelí.
Aunque muchos alumnos y profesores reconocen que dentro de las fronteras de la UNAM se sienten más seguros que en el resto de la capital, coinciden en que la situación ha empeorado en los últimos años.”En la facultad de Ciencias Políticas [aislada de la parte central del campus] muchos alumnos me cuentan que cuando vienen del metro han sufrido asaltos, agresiones sexuales y robos. Eso antes no era tan común. No sé si se vende más droga, pero es real que la violencia se ha ido incrementando”, explica una profesora con más de 20 años de experiencia en el centro que prefiere no dar su nombre. Y añade: “Cuando ocurrió lo de los balazos comentábamos en clase que realmente nos está alcanzando la realidad de la ciudad, antes percibíamos el campus como un refugio de seguridad y paz. Y lo sucedido movió muchísimo a los alumnos”. En un grupo de Facebook, No me quiero morir en Polakas, los estudiantes de Políticas denuncian algunos casos y se organizan para no caminar solos de noche.
“Hay un clima de miedo, porque la venta de drogas y algunos altercados se daban en determinadas áreas de la universidad, pero se han movido a otras zonas. Entonces, muchos no quieren tomar la palabra, porque también están en riesgo sus vidas”, apunta Naum Pérez, profesor adjunto y líder estudiantil de la agrupación Juntas Defensivas Universitarias. Algunas organizaciones de alumnos se han mostrado en contra de la campaña del rector, Enrique Graue, sobre el narco, porque, según ellos, “culpabiliza” de la violencia a los propios estudiantes.
Después del tiroteo, las calles de la universidad parecen tranquilas. Los coches de Auxilio UNAM cerca de las zonas calientes y los carteles contra el narco advierten, no obstante, que en cualquier momento alguien puede disparar el gatillo. Mientras tanto, la vida universitaria continúa, algunos de los pasillos cerca de la Facultad de Filosofía siguen oliendo a marihuana. Frente al edificio de la rectoría, un grupo de estudiantes y padres se ha reunido para exigirle a Graue que escuche sus propuestas: más iluminación, teléfonos de emergencia y ampliar los horarios de los autobuses escolares.
“El problema es que nunca había habido una balacera por cuestiones de inseguridad. Y eso te habla de que hay un problema nacional que se está metiendo en la universidad: el narco. Y es tan grave, que ni siquiera respetan espacios que son exclusivos de la academia”, explica un profesor de la Facultad de Ciencias, que tampoco ha querido dar su nombre. “Puedes capturar a todos los narcomenudistas, pero hay impunidad, lo máximo que puede pasar es que pierdan la tarde, ni siquiera van a pasar la noche en un separo [comisaría]”, añade el profesor. El propio jefe de Gobierno de la capital, Miguel Ángel Mancera, lo reconoció en una conferencia de prensa esta semana: “Todas estas personas que hemos detenido [unas 30], yo te aseguro que por lo menos la mitad ya están en libertad”.
Los dos muertos en la balacera no han sido los únicos del campus. Al edificio de la rectoría también se han acercado algunos padres de víctimas. Araceli Osorio, madre de Lesvy Berlín Rivera, asesinada en ese mismo campus en mayo del año pasado, el cuerpo de su hija amaneció ahorcado junto a una cabina telefónica. A su lado, los padres de Luis Roberto Malagón, el estudiante de derecho que encontraron ahogado en un pozo cerca de la Facultad de Medicina el pasado agosto. Y la madre de Carlos Sinuhé Cuevas, un líder estudiantil de la UNAM asesinado a balazos cuando llegaba a su casa en 2011. Ningún caso ha sido resuelto todavía.
Las imágenes de aquellos jóvenes muertos frente al edificio del rector, estampadas en unas lonas donde se pide justicia, hacen más evidentes las grietas de la seguridad de la institución. El narco, las balas y la muerte han entrado en el campus. “Ciudad Universitaria cada vez se parece más a México”, resume una estudiante.
FUENTE: EL PAÍS